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El Purgante

  • Foto del escritor: Carlos Suazo
    Carlos Suazo
  • 5 feb 2022
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 1 jun 2022

-Doña Magda, buenos días, ¿cómo amaneció?

-Bien y vos hijo, tempraneaste Isaac

-Es que hoy estoy full pegue y necesito cocinar mi almuerzo para llevarlo

-Ah bueno, ¿y qué vas a querer?

-Véndame un moño de cilantro cimarrón

-…

-…

-¿Y eso qué es?

-Ah, pues también le dicen culantro. -Doña Magda estaba confundida con la petición; no era posible que desconociese alguna especia o yerba culinaria, preocupándose infinitamente, porque entre las señoras del barrio esta falta era pagada con el latigazo estruendoso del chisme.

-Sabés chavalo, nunca te he preguntado, ¿y de dónde sos vos?




Nací en el año 86 cerca del Tuma La Dalia, en una reciente comunidad guardada dentro de la espesura verde y fría de la gigantesca animal llamada La Maciza; dueña de todos, señora de los secretos, la santa loca que nos cubrió con su siniestra falda y nos pigmentó este color tan especial.


Fuimos 6 en la casa pequeña, mitad mujeres y varones, desprovistos de los enseres más básicos de hoy, pero rozando lo suficiente para crecer hasta el siguiente milenio. Fue la época que sobrevivió a su último apocalipsis; de la misma manera que nuestra comunidad superó su primer Huracán.


Mi recuerdo más antiguo es de mama Blanca Peña corriendo a Gregorio, con quien nos procreó. Ella decidió no volver a imaginar que tenía paciencia, cada vez que mi papa regresaba sin comida y con 12 onzas de un aguardiente extraña que venía de León. Después de eso, mi mamá nos obligó a que la llamásemos por su primer nombre, para demostrar toda su autoridad.


Nos enseñó a cocinar, limpiar, construir, administrar y hasta dormir como puérpera, con un ojo abierto y otro cerrado. Ella podía hacerlo todo, sin necesidad de nada, queriendo que fuésemos iguales a su imagen.


Mi primera filosofía de la botánica elemental vino de ella. Al chavalero, nos dijo que debíamos ser útiles como el amaranto, una planta cuyas semillas tienen más proteínas que el arroz o el trigo. También nos enseñó a ser firmes como el vetiver, el mejor pasto para cuidar el suelo en los agobiantes aguaceros. Y, sobre todo, a tener una manera de defendernos, como el madrecacao, uno de los mejores árboles para reforestar; pero en cuyas hojas está el veneno preciso para acabar con cualquier rata del mundo.


En ese momento, no sabía qué era escoger una profesión ni mucho menos apasionarme, sin embargo, el recopilar el bagaje de muchas generaciones de mi gente a través de la naturaleza, me hizo conectar con algo que me parecía un dios verdadero; es decir, y por qué no, pensar que venía de la tierra negra y que era aquí donde debía estar.


Mis ojos miraban que el único ser capaz de dar vida sin límites era La Maciza. Me lo confirmaba esa tranquilidad de un corazón seguro.


Para 1997, consideraba mi vida como el resultado de la misma naturaleza que origina un tomate, creía que mi objetivo era ser un hombre que diera frutos, así como dicen la gente en todos lados. Hasta que llegó Walter Samson con un grupo de cooperativistas agropecuarios, para hacer análisis de suelos en el área de La Maciza.


Todos en la comunidad lo conocíamos, pero él solo hablaba con mi mama; pasando largas horas en el improvisado rancho de la cooperativa “Vencimos 90”.


Un día, mientras cortaba unas hojas de ruda para infusión, me topé con una planta muy extraña: resplandecía un verde intenso desde la base del tallo hasta el antepenúltimo nodo, y de allí, hacía arriba, tenía el color de la cebolla morada. Me hipnotizaba cada vez que el viento movía sus ramas, haciendo caer semillas que parecían el caparazón de una cucaracha.


Tenía ganas de probarla, tomé una entre mis dedos sucios y cuando estaba a punto de probarla, Samson apareció y me dijo con mucha rapidez: -¡chavalo soltá eso! Que es veneno.


Me había salvado un hombre que desconocía, pero no contento con darme más días en este mundo; bajo el permiso de mi madre, me sacó de casa y de mi tierra para llevarme a Matagalpa. Allí aprendí inglés.


- ¡Vez! Ahora ya sé por qué conocés de plantas –Dijo doña Magda mientras le entregaba el moño de culantro a Isaac.

-Sí


E-tell era el nombre del callcenter donde laboraba este muchacho serio, que vestía de manera elegante, incluso los sábados que no le eran pagados, devorador de semillas de marañón de la parada y que le gustaba siempre llevar bolsas artesanales de té a cualquier parte. Era el coach para las cuentas más importantes de la empresa.


A la par estaba Cristina, su amiga, con quien había llegado a salir alguna vez, hasta que mutuamente se encontraron en Tender.ni; el sitio de citas y sexo casual más popular del país. A veces ni se hablaban en todo el día, por la pena que recordaban.


La tarde del 4 de septiembre de 2007, en medio de una de las lluvias más tormentosas del año, se acercó Adolf Stehant al cubículo de Cristina y le propuso enseñarle alemán; el idioma que adoraba la muchacha, a cambio tener relaciones sexuales.


Isaac al escucharlo se quedó absorto frente a la pantalla del ordenador, moviendo el puntero sin sentido, buscando en el escritorio algo que no recordaba. Lo halló en su escritorio. Tenía una libreta de mano en el que escribía nombres de personas, junto fechas que databan desde 2003. Abajo en la última línea escribió Stehant y la fecha de ese día.


El joven se dirigió al comedor llevando su mochila, sacó una bolsa de té oculta de la misma, calentó en el microondas una taza con agua y luego de que su reloj marcara 35 minutos para salir, se miró así mismo en una bandeja que colgaba en la pared, tan pulcra y limpia, que cualquiera lo confundiría con un espejo.


Como Stehant era un reciente miembro de la empresa, aun no tenía alguna taza o botella con su nombre marcado, por lo cual Isaac utilizó su taza para que pudiera beber el té rojizo y de cuyo borde se regaba una gota oscura sangrienta.


A los 5 minutos de consumido, Stehant fue al baño y empezó vomitar imparablemente, primero había alimento; luego solo bilis y espuma, 30 minutos después empezaba a defecar hasta sudar frio. Su cuerpo aumentó de temperatura rápidamente. La debilidad le impedía gritar por ayuda, cuando Gilberto, quien había entrado a lavarse las manos, no miró que sobresalía un pie por la rendija inferior del cubículo sanitario. Para Isaac, él solo fue uno de los culpables, el otro era: su madre.


Cuando se fue de su comunidad a los 12 años, nació en él la duda de su vida: no sabía cuál era su motivo ni su fin. Su mama lo había mandado con un desconocido a dominar un idioma que no quería, a conocer una ciudad que no sentía necesitar, emigrar a la capital donde le dijeron que era el único lugar con oportunidades. Sentía que, si tenía el objetivo de dar un fruto, como aquel árbol que pensaba ser, finalmente no lo lograría.


En Matagalpa, cuando justo el Huracán Felix azotaba al país, descubrió que Samson le enseñaba inglés, porque su madre se acostaba con él cada vez que regresaba a la comunidad. Era en forma de pago, pero el jubilado Samson trató de dibujarlo como un sacrificio maternal. Quiso regresar y confrontar a su madre, entender su decisión, pero horas más tarde un aluvión enterró para siempre su hogar.


Isaac, solo y aturdido, continuó la vida que le asignaron. Llegó a la capital, aprendió a ser el modelo que quería la sociedad, consiguió empleo y vivió decentemente hasta aquel primer asesinato.


A los 17 años, empezó una ola de asesinatos en la capital como nunca en la historia, con un modus operandi extraño: envenenaba a sus víctimas por vía oral o inhalatoria, a través de infusiones o atomizaciones de ricina, una fitotoxina que se extrae de las semillas de ricino, caracterizada por provocar hemorragia intestinal, que, en dependencia de su concentración, obliga a sus víctimas a sufrir agonía durante 3 días hasta morir.


En el juicio contra Isaac, este alegó con la mayor seriedad del mundo:


-Yo me declaro culpable. –afirmaba con la quijada erguida. -Lo envenené con ricina, esa planta que casi me mata una vez. Puse más de 5 semillas molidas en el té, lo suficiente como para matar con todo el dolor al hijo de la gran puta.


La sentencia máxima de 32 años, no le parecía preocupante, como si nada pasara realmente; aunque viviera tristemente a la luz del foquito viejo de la celda 81. Su insensibilidad no se debía a una incapacidad cognitiva, sino a la resignación de saber que a donde fuera; al no tener familia ni hogar, no tenía nada que hacer, solo existir inerte, como un árbol sin hojas que no dará frutos, hasta que fallezca.


Mató a 22 hombres trabajadores, honestos y dedicados, de diferentes departamentos, diferentes edades y orígenes, lo único que los unía eran antecedentes de acoso sexual. Todos fueron de alguna manera su enemigo con diferentes rostros, y él; la víctima que ajusticia su vida en las de los demás.


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