Las penas necesarias
- Carlos Suazo
- 17 mar
- 7 Min. de lectura
Hace meses le diagnosticaron a la esposa de Mauricio una enfermedad grave, pronosticándole un deterioro potencial si no mantenía un estricto consumo de medicinas, se tenía que actuar inmediatamente si deseaban contrarrestar los síntomas y brindarle una calidad de vida hasta los 46 años. Mauricio sabía que su sueldo no era suficiente para mantener el régimen de antibióticos, hormonas y analgésicos, con mucha dificultad conseguía lo justo, teniendo que sacrificar las comidas diarias y engavetando los recibos del hogar en su escritorio.
Una de las noches más aciagas, su esposa entró en un coma séptico y contaba con muy pocas posibilidades de supervivencia. Mauricio estaba desesperado, maldijo su vida hasta más no poder y lloró decenas de veces mientras miraba en la camilla del hospital cómo el amor de su vida iba deshojándose, perdiendo poco a poco su existencia. El hombre decidió que haría todo para salvarla, dispuso que robaría el banco de Jinotepe, porque todo era permitido con tal de mantenerla viva.
Con su amigo Roberto confabularon que el atraco seria 1 hora antes del cierre de la sucursal, para lo cual recolectaron varios cuchillos viejos de cocina. Estaban seguros que la gente, sorprendida por el primer robo en una ciudad tan calma y pequeña, no podrían analizar detalles como la calidad del armamento.

Mauricio entró por la puerta principal, alzando en el aire una gorra de los Padres de San Diego, en cuyo interior tenía adherido con cinta un cuchillo de cierra mediano y con la hoja pintada con aerosol negro para pasar desapercibida. El primer guarda de seguridad era un adulto de casi 65 años que solo contaba con una tonfa desgastada. El segundo, al otro lado de la puerta cargaba una escopeta recortada y 4 balas. Lo primero que hizo Mauricio al ingresar al lugar fue arrancar el cuchillo del interior de la gorra y tomar de rehén al guardia interno, mientras Roberto, al escuchar el estruendoso “¡nadie se mueva o mato al hijueputa!”, noqueó con el bolso deportivo, en el cual traía todos los cuchillos, al viejo guardia que no alcanzó a desenvainar su arma.
Una señora, al ver la escena empezó a gritar sofocada, vociferando incoherencias y corriendo hacia la puerta del baño. De pronto, el oasis explotó salpicando tanta agua sobre todos como si hubiese empezado a llover en el interior, fue Mauricio que había descargado una bala de escopeta como advertencia e indicaba que todos se reunieran en el centro de la habitación y acostarse con la cara hacia el suelo. Las lágrimas, las respiraciones fuertes, los nervios horrendos se reflejaban en las 15 personas que quedaron a merced de dos hombres que solo buscaban dinero para una causa benévola. Mauricio pensaba que todo lo que hacía no se comparaba con lo que se roba a diario en el mundo: “los países roban, las religiones roban, las organizaciones mundiales roban, los colegios roban. Todos hemos robado alguna vez.” Repetía constantemente en su cabeza. Y es verdad, todos alguna vez hemos tomado lo que no es nuestro, desde el niño que se roba un caramelo cuando nadie lo ve, hasta el líder que roba la vida entera de personas que confían ciegamente en falsas promesas.
Mauricio le indicó a su compañero que vigilara a todos mientras cargaba todo el dinero de las cajas y de la bóveda en un grueso saco de franela. Lo hizo sin ningún remordimiento, disfrutando el peso de los fajos de billetes carmesí y verde olivo de alta denominación. Cuando ya hubo recolectado lo suficiente como para cargarlo en la espalda, miró que debajo de un escritorio estaba una muchacha escondida, le dijo que saliera; que no dispararía y que fuera con los demás. Mauricio confiando en el rostro gentil de la joven, aparto su atención de ella y no observó que empuñaba un cúter en la mano tras su espalda, en un segundo ella se abalanzó sobre él y le introdujo en dos ocasiones el filo hasta que la hoja delgada se rompió. Mauricio la empujo con tal fuerza que la lanzó hasta la pared más lejana; él no sentía más que una molestia en sus costillas.

Se reunió con su compañero en el centro de la sala, jalando del brazo a la joven y la tumbó en el suelo.
-¿Qué te paso en la panza?- dijo Roberto.
-La mujer me cortó con algo, pero ya tengo listo el dinero, vámonos.
-Mirá, aquella vieja también andaba un arma, vino con un niño de la mano, y este andaba escondido en su camisa una navaja. – Roberto señaló con su dedo a una anciana que estaba abrazando a un niño en el suelo.
Mauricio estaba confundido y se acercó a la señora para preguntarle:
-¿por qué andaba escondiendo eso en la camisa del chavalito?
Disgustada pero sin descubrir al niño le contesto:
- Tenía que pasársela a un hombre que me pagó
Súbitamente Mauricio se estremeció y gritando le interrogó:
-¿para quién era la navaja? ¡Diga ya o le disparo!
La señora empezó a llorar, no podía hablar claramente:
-Sooolo, me dijeron, no sé, ay Señor; me dijeron que la entrega…ra en el baño.
Con el arma cargada, Mauricio se acercó velozmente al baño y tumbó la puerta de una patada, para su sorpresa un hombre estaba sentado en el retrete con las manos en la nuca, como si asumiera perfectamente el papel de nuevo rehén. Era un hombre bastante delgado, moreno y de unos grandes ojos. No se le miraba afectado de ninguna manera, y sin recibir ninguna instrucción se levantó con rumbo directo hacia las otras personas. Cuando estuvo a pocos centímetros de Mauricio, el hombre escupió una cantidad de agua que tenía acumulada en su boca y rápidamente forcejó con Mauricio por la escopeta. Ambos lucharon con todas sus fuerzas, tratando de acercar el cañón a la mandíbula del otro. Cuando Roberto se percató, corrió en auxilio de su compañero, pero el cañón apuntó hacia él y el desconocido hombre aprovechó para aniquilarlo. Roberto explotó como el tanque del oasis, desprendiendo centellas de sangre sobre todos.
Y como por arte de prestidigitación, el desconocido sacó del bolsillo de Mauricio el cuchillo de sierra y se lo clavó en la ingle, aprovechando el inmenso dolor para redirigir la escopeta hacia la cabeza de Mauricio. Esta estalló y la metralla también alcanzó los sensores de incendio. Una brisa serena empezó a caer y a diluir los dos lagos de sangre en ríos color granate.

Un breve juicio rondaba la cabeza del hombre desconocido, no sabía qué hacer con la última bala: ocuparla para acabar con el guarda de seguridad, obligar al encargado de las cámaras de seguridad a que borrase todo registro y luego acabar con él; o que tal sin dispararla contra cualquiera que le impidiera una salida tranquila con todo el dinero.
Esa tarde el desconocido había llegado al banco con la misma intención de robar todo lo que pudiera y pagar la cirugía que su hijo pequeño necesitaba para volver a caminar, luego de un trágico accidente en los buses interlocales. Había logrado introducir un cuchillo a través de la anciana y el niño, el solo recibiría el paquete y tomaría de rehén al encargado de turno. Cero victimas era el estimado, pero ya había asesinado a otros 2 ladrones.
-¿y por qué no baja el arma? – le preguntó la muchacha que había atacado a Mauricio
Por una extraña razón el hombre le confesó que no confiaba en ninguno y no se podía permitir llevarse el dinero y dejar cabos sueltos: “Y una bala no es suficiente para matarlos a todos”, pensó. De pronto una luz entró en su cerebro y le iluminó de tal manera que supo qué hacer.
-Doña Helena, yo le dije que le pagaría diez mil córdobas si me entregaba el cuchillo en el baño- El desconocido le dijo a la anciana que estaba estupefacta ante el comentario.
-Sí- contesto tan quedamente que casi no se escuchó
-¿Si le doy cien mil, la dejo ir a usted y el niño, no dirá nada?- le preguntó con la mayor seriedad posible
Doña Helena era una anciana sola que quedó al cuido de su nieto con autismo, sus hijos la habían abandonado cuando migraron, y era claro que nadie se haría cargo de una anciana pronto a alcanzar la demencia, junto a un niño que no podría defenderse solo en la vida.
-Claro que sí, de mi boca jamás saldrá ninguna palabra- afirmaba doña Helena, y lo decía segura de que no traicionaría su juramento; no iría con la policía a mencionar el robo, se haría como que nunca estuvo, un día que borraría de toda su vida; como de un recuerdo innecesario.

El hombre estuvo de acuerdo, sacó varios fajos de billetes y se los entregó a doña helena en una bolsa aparte. Las personas al ver esto, le recriminaron a la anciana que era una deformidad de persona al aceptar el trato; en cambio, ella sin ninguna vergüenza explico a grito partido lo que tuvo que vivir por más de 10 años: abandono, hambre, enfermedades y miseria, les dijo que tenía derecho a sobrevivir de la manera que fuera. De pronto otra de las personas también expresó que tenía problemas en el hogar, que contaba con familiares enfermos, con deudas insondables y persecución; que entendía la decisión de doña Helena aunque era claro que no era correcto. Poco a poco, cada una de las personas fueron detallando sus desgracias, hasta que el hombre desconocido les dijo con voz firme y decidida:
-Vamos a hacer lo siguiente, a cada uno le voy dar cien mil córdobas, úsenlo y ayuden a las personas que aman, salven sus vidas y auxíliense porque nadie va a venir a salvarlos, solo son ustedes contra el mundo, tomen este dinero y jamás mencionen nada de lo que pasó aquí… Y si llegan a preguntarles algo la policía; díganles que esos dos imbéciles se mataron el uno al otro, y que el dinero se lo llevó un tercer cómplice en una camioneta blanca-
Algunos vacilaron con la propuesta: si aceptaban el dinero se volvían cómplices; pero si no, perderían la oportunidad de cumplir deseos tan profundos y de encontrar alivio duradero a sus pesadumbres. El dinero no lo era todo, pero si podían ayudar a las personas que amaban con esa plata, porque no mancharse las manos, al final se hace por amor. Y si fuera uno sincero, sería un amor que todo lo soporta.
Finalmente, acordaron en explicar una historia unánime de los hechos, desde los guardias hasta las cajeras, desde los clientes hasta los encargados de turno: “tres hombres entraron, discutieron y se mataron, uno sobrevivió y escapó con todo”. Se borraron los videos de las cámaras de seguridad y juraron entre ellos morir con la verdad escondida.
Todos llegaron a sus casas con bendiciones, mejoraron sus vidas significativamente y pudieron dormir más tranquilos en los días siguientes. Aquella fue una noche en la que el cielo y el abismo estaban tan lejos que no supo qué sucedió en aquel banco. Un robo que no se recuerda como tal, y una misericordia masiva entre delincuentes, porque al final ladrón que roba a ladrón siempre tendrá cien años de perdón.
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