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Sucesos repentinos y eternos

  • Foto del escritor: Carlos Suazo
    Carlos Suazo
  • 1 ago 2024
  • 7 Min. de lectura

Los murmullos acabaron y todos estaban de acuerdo; tenían que convertir la vida de Teresa en la más miserable, acorralarla en el rincón último y con todo el peso de su poder aplastarle brutalmente, como a un pájaro; su diminuto corazón. Era el momento perfecto y empezaron un lunes de septiembre. Antes de marcar su entrada en el trabajo, ella se tropezó en la escalinata y sus rodillas quedaron doblegadas ante la voluntad de aquellos.


Sus piernas amoratadas le impedían trabajar normalmente; solo permanecía unos minutos de pie, y aunque intentara sentarse por momentos, al ser la jefa de enfermería en la sala de neonato, debía movilizarse hacia cualquier cuna desde la que un llanto desconsolado de algún bebé la llamase, no podía descansar ni un segundo.


Se esforzaba todo lo que podía, pero no contaba que sus compañeras se empecinaron en equivocarse en cada procedimiento aquel día. Una incluso se le soltó un bebe de entre los brazos y cayó sobre aquel suelo yodado. La Teresa no le reprochó a la enfermera, solo tomó al bebe ágilmente para hamacar en su pecho el cuerpecito enrojecido y sofocado.


A los cinco minutos, una llamada en el teléfono de la planta se mezclaba con el llanto, Teresa miró que la persona que tomaba la llamada era parte del “grupo”, notó el aura oscura que flotaba sobre su cabeza, como una corona de moscas o como un halo de tinieblas. Estaba segura que era malas noticias, pero tenía que calmar al pobre bebé, cuyo llanto era tan fuerte que de tanto en tanto se ahogaba. No tomó la llamada, sino hasta media hora después.


Al otro lado de la línea, estaba Jairo intentando contactar al hospital, necesitaba decirle a su mama que había llegado el Tio Ernesto, a llevarse el dinero que tenían guardado en la cajita de aluminio. Había llegado molesto, y pasando sobre aquellos 6 chavalos que la Tere dejaba solos, alcanzó la gaveta de la ropa de cama, donde la cajita contenía apenas 500 córdobas. Este dinero que habían sobrevivido a unos meses de hambre, enfermedades y pobreza era todo lo que les quedaba para terminar el mes.


Mientras el pequeño Jairo seguía intentando hablar con su mama, doña Rosa la vecina de enfrente, quien le había prestado el teléfono, le dijo al niño que sus hermanos estaban en la puerta buscándolo para hablar con él, no colgó, fue rápido a la entrada y encontró a sus hermanos junto a una mujer delgada, pálida y con el rostro completamente oscuro; llevaba un velo de sombras y silencios. Él le habló y sus palabras se las tragó aquella faz impenetrable. El sonido desaparecía. Ella también era parte del “grupo”.


Marcos le dijo a su hermano que la señora era amiga de su mama, y que ella sabía lo que había pasado con el dinero, de modo que les propuso que todos los hermanos se fueran juntos al hospital mientras ella cuidaba la casa. Que todo iba a estar bien, que tenían que avisarle a su mama de lo ocurrido. No hubo otra opción; todos se fueron lo más rápido posible hasta el trabajo de la Teresa. Aquella mujer sombría, entró a la casa de doña Rosa, tomó el teléfono y siguió contactando al hospital, hasta que la Tere puedo atender la llamada. Imitando la voz de su hija Marta, le dijo que ella y todos sus hermanos iban a buscarla en ese mismo instante.

 

La Teresa siempre fue una mujer adorable que se ganaba el cariño de la gente con su sonrisa; poéticamente tenía una presencia consoladora, dulce y cálida, en mi opinión era la persona con la que no fingías ser diferente, te mostrabas ante ella tal y como eras, porque su compasión te generaba la confianza más pura. Ese era su don, incluyendo su ingobernabilidad: no había mujer más fuerte y resistente; creer que hay seres con la imperturbabilidad de un roble y la serenidad de la montaña es a veces difícil de creer. Hasta que las conoces. Ella era una de esas personas.


Cuando colgó aquella llamada, la Tere imaginó a sus 6 hijos por las calles de Jinotepe; solos, a la hora pico, cruzándose las calles, tal vez sin mirar, con personas mal intencionadas en las calles, con ladrones, borrachos, abusadores, mentirosos, a la vuelta de la esquina. Por primera vez, la mujer se quebró.


Dejó a un lado todo, los reportes, las enfermeras, los recién nacidos, y se fue con mucha dificultad a buscar a sus hijos. No había nada más importantes que ellos. Estuvo a punto de irse cuando la llamó el director desde el otro extremo del corredor. Estaba junto a un hombre gordo, calvo y que transpiraba demasiado, eran gotas espesas y opacas, tantas que no dejaban ver claramente su rostro. Jadeaba y resoplaba con dificultad.


Hicieron pasar a la Tere a la oficina administrativa, estaba oscuro, la bombilla se había dañado y en esa intimidad la Tere determinó que ese hombre gordo sudaba gotas negras, y su rostro estaba vacío. Este empezó a susúrrale cosas al oído al director, mientras iba y venía una secretaría con varios documentos.


Su historial de trabajo era impecable: llegaba puntual cada mañana, su escritorio era una maqueta arquitectónica simétrica, metódica en cada proceso, pero también flexible e ingeniosa a la hora de cuidar aquellos pequeños pacientes, cuyo futuro estaría determinado por el trato que recibirían en esa sala del hospital. Sencillamente la mejor de todas las enfermeras, pero si llegaba a irse aquel día temprano corría el riesgo de ser despedida.


La Tere estaba sola, no tenía a nadie que la apoyara con los pagos, si dejaba este trabajo no iba a conseguir otro, y si lo hacía, tendría que trabajar más por menos. Empezó a agitarse, le temblaban las manos, se le cayó un anillo de latón al suelo, lo tomó en su mano el indigesto director y se lo colocó en el escritorio junto a una orden de renuncia. Solo tenía que firmar para ir a buscar a sus chavalos. 


Lo hizo, y corrió lo más rápido que pudo hacía la salida, pero sorpresivamente sus hijos ya estaban afuera hablando con el guardia de seguridad. Cuando todos se toparon, hubo abrazos, llantos, culpa y preocupación. Sergio, uno de los más pequeños le dijo todo lo que había pasado y que tenían que ir rápido a la casa.


Una persona en la calle gritó: -¿para dónde vas tere con los chavalos?, pareces una gallina  corriendo con sus pollos.- A la mitad del camino se detuvieron, a la mamá le dolían los moretones, los cayos, las rodillas y la cabeza, pero se repuso y siguió adelante. No supo ni cómo lo hizo pero ya estaba en la casa.

 

El horror la inundó, cuando miró que la cama en la que dormían todos estaba vivo un fuego inmenso. Era como el aliento de un dragón, o las bocanadas de un incendio, lo que eran 4 catres unidos para que todos durmieran juntos, era ahora una hoguera donde se consumían los últimos sueños.


Luis era el más pequeño y estaba aterrado, no sabía qué hacer mientras todos agarraban baldes con agua para apagar el fuego. Entraron algunos vecinos convocados por los gritos y ayudaron a aquella pobre familia con lo que fuera. Uno de los vecinos tomó a Luis en los brazos y lo calmó, hasta que este balbuceó que se le había olvidado apagar una candela que olvidó en la mesita de noche.


El carbón y las cenizas se quedaron guardadas en el cuarto, había todavía un poco de café en la cocina; la Karla lo tomó y lo repartió a todos, cuando le entregó una tacita a su mama, descubrió los morados de sus rodillas, los chimones en los pies, las astillas y cortadas en su mano, y los ojos enjugados de un Cristo. Pero allí estaba también una sonrisa.


La tere sabía que no tenía trabajo, que no contaba con dinero, que estaba abandonada y que muy probablemente tendría que trabajar mil veces más para recuperarse, pero no se sentía vacía. Estaba completa, segura, respirando hondo y comiendo ansias. Abrazó a la Karla, después a Marcos, Jairo, Marta, Sergio y Luis.


Y dijo: -puedo perderlo todo, pero yo sé cuál es mi verdadero mundo y son ustedes-.

Le iba a tomar tiempo, pero contaba con ello, contaba con tal vez 70 años más; e incluía los años de sus hijos, tal vez 500 años para que todos fueran felices, y si no lo lograba en ese tiempo; no importaba, porque sabía que no tenía que resolverlo todo en un instante, nada más requería ir paso a paso. El primero era siempre tener a su familia, solo restaba seguir adelante.


Cuando ya estuvo repuesta, era como ver una montaña erguida tocando el cielo o una cascada desplegando su alta falda de agua sobre la tierra, una nube otoñal sonriente o el sol triunfal de enero. Ya sabía qué tenía que hacer: ir a juntar las sillas, las sabanas y las almohadas para descansar y luchar contra la vida el día siguiente.


Algunos años transcurrieron, la vida de la Teresa había encontrado en la tempestad pequeñas oportunidades para recuperarse: gracias a su excelente desempeño; trabajaba para una familia adinerada de Jinotepe como enfermera personal, podía costearse comida para repletar su alacena, le compraba uniformes completos y nuevos a sus hijos, y hasta pudo cambiar toda la fachada delantera de la casa.


Un día que regresaba de la tienda de abarrotes, observó al otro lado de la calle aquel grupo de persona que intentaron destruir su vida, estaban listos para intentarlo nuevamente Sin embargo, la Tere cruzó firme la calle y se paró frente a ellos, solo para decirles con toda la fuerza que el ser humano esconde en lo más profundo de su ser:


-No importa lo que hagan, ni cuánto me lastimen o traten de sabotearme, nunca me rendiré y sé que pronto tratarán de darme alguna enfermedad, algún conflicto, cualquier cosa. Pero estaré firme, y lucharé por mi vida, mi familia y por el futuro.-




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